«Está fatal poner en tu Instagram fotos que no has hecho tú», le recrimina una chica a otra en la calle Ruiz, vena vial que desemboca en la plaza del Dos de Mayo de Madrid, oscuro corazón del barrio de Malasaña. Se lo escucho decir a punto de entrar en el bar Aleatorio, donde esta noche hay jam de poesía. Me acerco a la barra y pido una vaso de vino tinto, el que tengan. Me lo sirve el poeta Carlos Salem.
Le doy un trago y pienso que la botella no puede valer lo que me acaban de cobrar. Me ponen triste los vinos tristes, así que me quedo un rato mirando a la nada, sin hacer nada, yo sola. Suena música pero no está tan alta como para que se distingan las canciones. Empiezo a aburrirme. Un buen rato después se acerca de nuevo el poeta Salem y me indica que para leer en la jam tengo que apuntarme en el cuaderno. No, no, no, yo no no vengo a leer, le digo. Pero un minuto después pienso: ¿estaría fatal leer en una jam poemas que no has hecho tú?
Una jam poética es una sesión bastante larga de micro abierto donde escritoras y escritores saltan del público al foco y leen algo suyo. Así que, una vez más, acaricio la idea: ¿se darían cuenta de que lo mío no es mío? Hoy es miércoles, noche abierta en Aleatorio, el lugar de Madrid en el que se emborrachan los poetas más jóvenes, como hacían los mayores hace años en el Bukowski, que también regentaba Carlos Salem.
No es el único sitio en la capital donde se abre el micro a los poetas nocturnos y a las poetry slams, están también el mítico Libertad 8, María Pandora, Calvario, La Fídula o Vergüenza Ajena, pero Aleatorio es el más estrictamente poético y, dicen, el más especial. En Madrid, el verso es el nuevo rock’n’roll. He venido a comprobarlo.
Son las nueve de la noche y en el nuevo rock’n’roll no pasa nada. Hay gente sola, que hace lo mismo que yo (nada), y gente que tiene amigos. Se nota que la gente sola ha venido a leer y está ahí esperando, rascando la etiqueta de su cerveza. También se nota que la gente acompañada ya ha leído, no hoy, sino otro día, mil días, que ha recibido aplausos y ha hecho amigos poetas con los que hablar de poesía y de viajar por España. Los poetas con amigos chocan sus tercios y se dan abrazos.
Una de las chicas solitarias (no yo) pregunta por el cuaderno y se apunta la primera. Empieza a llegar gente. Entra un tío que se parece a Lemmy Kilmister de Motörhead pero en alto. Sin dejar de caminar por el pasillo de la entrada le hace un gesto al camarero como si disparara una pistola, signo inequívoco de que quiere una cerveza; antes de que llegue al final de la barra ya se la han puesto en la mano.
Entra el poeta Camilo de Ory. Desde la última vez que le vi tiene el pelo más blanco y un diputado ha dicho de su mente que es «enfermiza y depravada» por sus tuits sobre el niño Julen. Camilo de Ory pide un Sprite sin hielo y Carlos Salem se lo sirve en una copa de cerveza. Entra un chico en chándal con una pelota de baloncesto en la mano. Entra una chica espectacular con un vestido negro de infarto. Entra y sale varias veces un hombre mayor que el resto, cubriéndose la cabeza con una capucha.
Con una hora de retraso sobre lo anunciado en el cartel, Salem sale de la barra, quita la música y enciende el foco. «Hola, buenas noches, gracias por venir, tampoco es que tuvierais nada mejor que hacer salvo estar en casa». Todo el mundo conoce el estilo del poeta de origen argentino. Antes de empezar a llamar a los nombres de su cuaderno, recita el santoral del día. Si hay alguien de santo, esta noche bebe gratis. «¿Hay algún Acacio entre nosotros, algún Arsenio, algún Eladio? ¿Alguien se llama Bonifacio?».
El tipo de la capucha que entra y que sale, le grita: «¿quieres que saque mi bonifacio?». «Es el padre Carvajal, nuestro sacerdote», explica Salem. Es Rafael Carvajal. Efectivamente, un padre para muchos. Cuenta una crónica que se autoeditó un poemario de forma anónima y regaló cien copias después, tras recitar encima de un árbol en Lavapiés, porque «la obra no pertenece al escritor».
«Os vais a hablar a la puta calle». Todo el mundo conoce el mal genio de Salem. En realidad, es el propio Carvajal uno de los que está armando barullo. El anfitrión no dejará de blasfemar a lo largo de la noche cada vez que alguien hable: «aquí se viene a escuchar». La primera en salir es la chica solitaria. Saca una carpeta con folders transparentes tamaño folio, lo abre y comienza a recitar una larga epopeya sobre su deseo de viajar con alguien. En mitad de un verso se interrumpe así misma para preguntarle a Salem cuánto tiempo le queda.
«Sigue, sigue». Se llama Sara de Mingo y tiene una novela titulada Copia de un libro para enfermos, ha traído copias para vender. «El libro lo vendo pero las poesías las regalo», dice, con ímpetu y entusiasmo. Salem hace un chiste críptico sobre “el Red Bull rallado”. Todos aquí conocen el sentido del humor del poeta y sus temas favoritos: follar, beber y escribir. Su último poemario se titula La rebelión de los follamantes.
«Hay más de quince personas apuntadas —dice Salem— hay aquí más poetas que personas». Al final serán más de quince pero él tiene razón, casi todo el mundo en el Aleatorio esta noche —treinta o cuarenta cabezas— ha venido a leer. Presenta al siguiente poeta anunciando que le cuela por delante porque tiene que irse pronto a casa «a tomarse un Cola-Cao».
Resulta ser el jugador de baloncesto, que sale al escenario sin la pelota. Se hace llamar Vittal y hace unos días presentó en Aleatorio su libro La vida en el viento, publicado en la colección que dirige Carlos Salem, La Poesía Mancha. Vittal, estudiante de filosofía que padece de «basketfilia», según su bio de Twitter (nada que no supiéramos ya) es uno de los dos poetas que salen desnudos en las portadas de La Poesía Mancha. El otro es Carlos Selva y también está en Aleatorio esta noche. (No sé si es relevante pero ahí lo dejo).
Selva, Vittal, Carvajal y Marta Mar, se anuncia allí esta noche, participarán en una lectura poética durante el Orgullo Loco, día para desestigmatizar las enfermedades mentales. Vittal está a punto de leer dos poemas sobre la locura y, frente a él, está también Marta Mar. No falta nadie esta noche en el Aleatorio, salvo quizá Escandar Algeet, uno de los dueños del bar y célebre poeta de esta generación.
«Yo antes lloraba mariposas y mis huesos eran flores y mi cuello era un río hecho para que nadaras por sus surcos, ¿de dónde vienen estos alacranes malditos?», recita Vittal.
«Como veis la noche va de alegrías», le despide Salem irónico. Sonia Gaia es la mujer del vestido negro que vi en la entrada. Ha sido llamada por Salem a la palestra. Se abre paso entre aplausos. Dentro de una semana verá editado su poemario Descalza, también en La Poesía Mancha. Al igual que Vittal y como muchos otros, lee de su móvil, salvo el cuarto poema, que trae en un papel porque lo ha escrito esa misma tarde. Sonia es actriz y le imprime interpretación a la lectura.
«No necesito quitarme la ropa para desnudarme. Ponte guapa para ti, sonríe para ti, haz planes para ti y si alguien quiere venir, bien, si no, más para ti», lee.
La poesía sensual y sexual de Sonia provoca miradas. En la primera fila del público, un hombre la observa con un amago de sonrisa. Resulta ser el siguiente poeta en abrazar el micro. Recuerdo las palabras de Salem: más poetas que personas. Pero este hombre se va a llevar la público de calle, como hace siempre, porque no es un poeta, es un performer, es un bicho que mete de todo en el poema, es, en puridad, un polipoeta.
Es ganador del Poetry Slam de Madrid y además es profesor en la escuela pública madrileña. Todo eso lo sabré a la mañana siguiente, goggleandole, y enterándome por su blog que también ha sido socorrista, monitor de natación y repartidor de periódicos. Pero esta noche solo sé que se llama Antonio Díez y que sabe cómo ganarse a un público de poetas incluso cuando se mete con ellos. «Algunos hoy aquí sois poetas y otros no», empezó Antonio, «y os voy a joder, voy a desvelar el secreto de qué hablan los poetas ahí en la calle cuando se quedan solos, cuando ya solo quedan poetas. Se titula Que si me ha gustado tu poema».
Se dijeron más cosas. Se dijo «hai que ir morrendo». Se dijo «el invierno es Vox». Se dijo «he querido ser un voto en blanco». Se dijo «sollozo follándome al verso». Se habló de madres, de disparos, de depresión, de soledades. Salem hizo leña del árbol caído: «vaya nochecita».
El clon de Lemmy Kilmister también es poeta, se llama Dani Bernardo y le gusta «hacer poesía macabra y de terror para contar delante de la hoguera», dedicada a «toda la gente que te dice que no vas a ganar dinero con la poesía» porque él no quiere ganarlo sino «gastarlo todo en el Aleatorio» matándose «a cervezas y whiskies». El Aleatorio no es solo un lugar, una escena o la casa de la madre, como dijo Carlos Salem en una entrevista, es también un tema.
Entonces, bajo la placa Plaza de los Poetas Aleatorios, se colocó Hayate Amir a leer lo que traía escrito en su cuaderno y también lo que no, porque enseñó una página en blanco y dijo «voy a improvisar». Dejó pasar cinco segundos de silencio hasta que su cabeza encontró algo, y entonces ya no paró. Habló de que esta era su primera vez en Aleatorio, su primera vez bajo los focos. “Qué somos cuando no tenemos la libreta delante, o el teléfono, cuando estamos delante del error”, improvisó, valiente, ella.
Hablando de teléfonos, a Carvajal le suena el móvil mientras recita Aureliano Alonso lo que querría que fuese su epitafio. «¡Cómo estamos!», grita Salem. Al fin llega el turno del sacerdote Carvajal, «el hombre que va a acabar él solo con el capitalismo a base de beberse todas las Coca-Colas», recibe como presentación, además de fuertes aplausos y aullidos.
Avanza que va a leer dos poemas sobre la locura, «la bala perdida en la ruleta rusa del existir». En el segundo nos pide que participemos: «cada vez que yo diga ‘nos llaman’ vosotros gritáis ¡locos!». «Ah, no, no —rectifica—, gritáis ‘¡locas!’ porque es feminismo y tal. ¿Vale? ¡One, two, three! ¿Nos llaman…?».
La noche prosigue, parece interminable. Carlos dice que al ritmo que vamos y la cantidad de poetas en la sala, acabaremos a las cuatro de la mañana. Son ya las doce. Carvajal se quita las zapatillas y los calcetines, se acurruca en un asiento incómodo. Por mi parte, empiezo a tener calambres en los muslos, algo de sueño y algo de hambre.
Carlos Selva habla de represión y leyes mordaza: «la información es un arma cargada de mañana, así que dispara», dijo. Y el propio Carlos Salem también sale a hacer lo suyo, leyendo algunos fragmentos de su Rumba del suicida. Todos aquí conocen cómo son los poemas de Salem. «Voy a leer alguna mierda más, para que os vayáis jodidos». «Nos gusta estar jodidos», le responde otro poeta, «si no, no estaríamos aquí».
Ya basta, me digo. Suficiente para un miércoles. Me voy sin leer nada mío ni nada de otro. Cuando salgo hay, por supuesto, poetas en la acera, fumando o haciendo que fuman. Les escucho un instante, para ver si es verdad que están hablando sobre qué les ha parecido el poema del otro. Pero no hablan de eso, hablan de cualquier otra cosa, de cualquier tontería, pero con la misma intensidad que si hablaran de sus poemas. Porque son poetas.
Transcripción completa del texto de Elena Cabrera. La Sexta